18/4/10

Cinco años de Benedicto XVI. Balance de Hans Küng

Cinco años para Benedicto XVI,
una crisis de confianza histórica

Carta abierta a los obispos católicos del mundo
Hans Küng, teólogo

Josef Ratzinger, hoy Benedicto XVI, y yo fuimos entre 1962 y 1965 los teólogos más jóvenes del concilio Vaticano II. Hoy, somos los dos de mayor edad y los únicos que continuamos plenamente en actividad. He puesto siempre mi obra al servicio de la Iglesia. Es por ello que, en este quinto aniversario de la intronización del papa, me dirijo a los obispos, mediante esta carta abierta, preocupado como estoy por las preocupaciones que nos da nuestra Iglesia, presa de la más profunda crisis de credibilidad que haya conocido desde la Reforma. Efectivamente, yo no dispongo de otros medios para llegar hasta ellos.

He admirado mucho al papa Benedicto por haberme invitado, a mí, su crítico, a una conversación amistosa de cuatro horas en ocasión de la asunción de sus funciones. Este encuentro, saludado por la opinión publica, es lo menos que podemos decir, había despertado en mi la esperanza de que Josef Ratzinger, mi ex colega de la Universidad de Tubingia, acabaría por encontrar el camino de una renovación de la Iglesia y de una aproximación ecuménica, en el espíritu del Vaticano II.

Esta esperanza, como aquella de tantos católicos comprometidos, desgraciadamente ha sido decepcionada, de lo que he hecho saber al papa de diversas maneras en la correspondencia que habíamos intercambiado después del encuentro. Sin duda alguna, ha cumplido cotidiana y conscientemente los deberes de su cargo y nos ha igualmente gratificado con tres preciosas encíclicas sobre la fe, la esperanza y el amor. Sin embargo, en lo que atañe a los grandes desafíos de nuestro tiempo, su pontificado se presenta cada vez más como el de las ocasiones perdidas y no de las ocasiones

  • Perdida la aproximación con las iglesias protestantes: es cierto que no se trata de iglesias en un sentido propio, y de golpe ni el reconocimiento de sus jerarquía ni un compartir eucarístico son posibles.ç
  • Perdido el acuerdo durable con los judíos: el papa ha reintroducido una oración preconciliar, para “que Dios ilumine el corazón de los judíos y que conozcan a Jesucristo, salvador de todos los hombres”; ha reintegrado en la Iglesia prelados cismáticos notablemente antisemitas, ha impulsado la beatificación de Pío XII y trata al judaísmo como una simple rama del cristianismo y no como una comunidad de creencias distinta y completa en sí misma, que sigue su propia vía hacia la salvación. Más recientemente, los judíos del mundo se han escandalizado por la propuesta del predicador de la casa pontifical que ha comparado la crítica hacia el papa con los aspectos más vergonzosos del antisemitismo.
  • Perdido el diálogo abierto con los musulmanes: sintomático ha sido el discurso de Ratisbona, en el cual, mal aconsejado, el papa caricaturizó al Islam como una religión violenta e inhumana y, de ese modo, suscitó una desconfianza nutrida por él mismo.
  • Perdida la reconciliación con los pueblos autóctonos colonizados de América latina: el papa pretende con la mayor seriedad que ellos habría deseado ardientemente adherir a la religión de sus conquistadores.
  • Perdida la oportunidad de acudir en ayuda de los pueblos africanos en su lucha contra la sobre población por medio de la contracepción y la autorización del uso de los preservativos en la lucha contra el sida.
  • Perdida la ocasión de hacer las paces con la ciencia moderna: por el reconocimiento sin equívocos de la teoría de la evolución y por una tolerancia matizada hacia los nuevos campos de investigación, como las células madre.
  • Perdida, por último, la oportunidad de tornar por fin al espíritu del Vaticano II en la brújula de la Iglesia católica y de hacer avanzar su reforma.

Este último punto es particularmente grave. Este papa no cesa de relativizar el conjunto de documentos del concilio y los interpreta en un sentido retrógrado opuesto a la inspiración de sus iniciadores. Actúa asimismo abiertamente contra el concilio ecuménico, el cual, según el derecho canónico, constituye la más alta autoridad de la Iglesia católica, así:

  • Ha reintegrado a la Iglesia sin condiciones a obispo integristas de la Fraternidad de San Pío X, ordenados ilegalmente, en tanto ellos rechazan abiertamente el concilio en sus puntos esenciales.
  • Alienta por todos los medios el retorno a la misa tridentina y celebra él mismo la eucaristía en latín, de espaldas a la asamblea.
  • No pone en marcha las recomendaciones oficiales de la Comisión internacional anglicana y católica romana que diseñan el marco de la aproximación entre ambas Iglesias. En revancha, busca corromper el clero anglicano, y se niega a renunciar a la obligación del celibato para captarlos en el seno de la Iglesia católica.
  • Al nombrar a la cabeza de su administración a los principales adversarios del concilio (el secretario de Estado, la Congregación para el culto divino) y a obispos reaccionarios en el mundo entero, ha reforzado la tendencia anticonciliar al interior mismo de la Iglesia.

El papa Benedicto XVI aparece cada vez más aislado de la gran mayoría del pueblo cristiano, que, por su parte, se preocupa cada vez menos por Roma y, en el mejor de los casos, se identifica más con las comunidades y los obispos locales.

Sé que muchos obispos sufren esta situación: el papa es sostenido en su política anticonciliar por la misma Curia romana. Busca ahogar toda crítica proveniente del episcopado y de la Iglesia, se esfuerza en desacreditar por todos los medios a quienes lo contradicen. Por la vía de una nueva ostentación de manifestaciones mediáticas y barrocas, se procura demostrar que hay todavía en Roma una Iglesia poderosa gobernada por un “vicario de Cristo” absoluto que tiene en sus manos todos los poderes, legislativos, ejecutivos y judiciales. La política de restauración de Benedicto XVI no alcanza a un fracaso. Todas las puestas en escena, los viajes y los documentos producidos por él y sus predecesores se han revelados incapaces de orientar, en el sentido que quería Roma, la opinión de la mayor parte de los fieles sobre cuestiones controversiales, en particular los relativos a la moral sexual. De hecho, los encuentros de la juventud con un papa al que solamente los grupos tradicionalistas o carismáticos visitan, no han podido frenar las deserciones ni despertar vocaciones.

Pero, son los obispos quienes requieren de mayor compasión: decenas de millares de sacerdotes han colgado los hábitos desde el concilio a causa del celibato. La generación creciente en el clero secular (y también regular) sufre de una baja drástica del nivel cuantitativo y cualitativo. El clero actual se reparte entre la resignación y la frustración y el fenómeno alcanza desde ya las capas más militantes. Muchos se sienten abandonados a su miseria y sufren con el estado actual de la Iglesia. Sabemos lo que espera a numerosas diócesis: iglesias, seminarios, parroquias cada vez más vaciadas. En muchos países, a causa de la falta de sacerdotes, las comunidades son, a menudo contra su propia voluntad, fusionadas en gigantescas “unidades de asistencia espiritual”, donde los pocos sacerdotes quedan sobrecargados, simple simulacro de reforma…

Y he aquí que a todos estos factores de crisis se suma hoy el escándalo de los abusos sexuales de los que varios sacerdotes fueron hallados culpables sobre millares de niños y adolescentes, sea en los Estados Unidos, Irlanda, Alemania o más allá –todo esto en el silencio de una jerarquía sometida a una crisis de confianza sin precedentes. Es imposible callar el hecho de que el sistema de camuflaje mundializado de los casos de desviación sexual de los miembros del clero ha sido piloteado por el prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, estando centralizados con el mayor secreto, dicho de otra manera por el cardenal Ratzinger (que la dirigió desde 1981 hasta 2005) y ya bajo Juan Pablo II. Tan tarde como el 18 de mayo de 2001, Ratzinger dirigió solemnemente una carta a los obispos del mundo sobre los “delitos más graves” (Epistula de delictis gravioribus). Los casos de abuso sexual debían ser cubiertos por el secretum pontificum, protegido por un arsenal de penas eclesiásticas previstas en caso de infracción. Por lo tanto, está totalmente justificado que muchas personas reclamen hoy al ex prefecto y actual papa un mea culpa personalizado. Desgraciadamente, la ocasión provista por la semana santa fue desperdiciada. En lugar de ello, hemos tenido derecho el domingo de Pascuas a una protesta de inocencia urbi et orbi por el decano de los cardenales.

Los efectos de todos los escándalos para la reputación de la Iglesia católica son devastadores. Esto también es verdad para los dignatarios de alto rango. Sobre incontables pastores de almas y educadores irreprochables que trabajan sin descanso pesa desde ahora una sospecha colectiva. Corresponde a los obispos preguntarse por lo que pueda ocurrir en sus diócesis y en nuestra Iglesia, así como a qué se va a parecer en diez años más, teniendo en cuenta la situación de la crisis de las vocaciones y de la pirámide de edad del clero actual. Aquí, no deseo esbozar para ustedes un programa de reforma, ya he hecho este ejercicio varias veces antes y después del concilio. Quisiera simplemente avanzar seis propuestas, que estoy convencido recibirían el soporte de millones de católicos hoy no tienen vos en el ámbito sinodal:

1. Acabar con la ley del silencio: eligiendo el silencio, los obispos se vuelven cómplices de consecuencias graves y numerosas. Incluso donde se mantienen reglamentos, disposiciones y medidas en vigor como contraproductivas, más vale decir públicamente las cosas. ¡No son señales de abnegación ni benevolencia hacia Roma, sino exigencias de reforma!

2. Tomar las reformas en la mano: son numerosas en la Iglesia y en el episcopado que se quejan de Roma sin hacer algo ellas mismas. Pero cuando llegamos a una situación donde el servicio divino se halla abandonado, la pastoral desprovista de medios, cuando se abre cada vez menos a la miseria del mundo y cuando la aproximación ecuménica se reduce a su más simple expresión, resulta demasiado fácil cargar todo en las espaldas de Roma. Obispo, sacerdote o laico, que cada cual en su esfera de influencia, mayor o menor, aporte su piedra a la revitalización de la Iglesia. Las acciones en las parroquias y en el conjunto de la Iglesia se ponen en movimiento a iniciativa de individuos y pequeños grupos. En tanto tales, los obispos deben sostener y alentar esas iniciativas y, particularmente en este momento, responder a las quejas justificadas de los creyentes.

3. Ir hacia delante en forma colegiada: el concilio, tras vivos debates y a pesar de la oposición constante de la Curia, ha decretado la colegialidad del papa y de los obispos, decisión que iba en un sentido de la historia apostólica, donde Pedro no hacía nada sin consultar al Colegio de los apóstoles. Desde que Pablo VI, apenas dos años tras el Vaticano II, y sin consultar al episcopado, publicó una encícilica favorable a la controversial norma del celibato, la administración y la política pontificia se remitieron a funcionar en el modo menos colegial posible. Hasta ahora, en materia de liturgia, el papa actúa en monarquía absoluta y los obispos de quienes adora rodearse son como figuritas, sin derecho ni voz. He aquí el motivo por el cual no deben solamente a escala individual, sino emprender acciones en común con los otros prelados, presbíteros y todo el pueblo que constituye la Iglesia, hombres y mujeres confundidos.

4. La sumisión total no se debe más que Dios: durante su entronización, los obispos hacen voto de obediencia absoluta al papa. Pero una obediencia total nunca es debida a una autoridad humana, sino solamente a Dios. Esos votos no deben entonces prohibir que se diga la verdad sobre la crisis que atraviesan la Iglesia, las diócesis y los territorios. ¡Los obispos no harán más que seguir el ejemplo del apóstol Pablo que resistía a Pedro “de frente, porque había perdido la razón” (Gál. 2,11)! Una presión sobre la jerarquía romana ejercida en un espíritu fraternal y cristiano puede revelarse como legítima en tanto esta jerarquía se aleja del espíritu evangélico y de su misión. La liturgia en lengua vernácula, la modificación del derecho de matrimonios interreligiosos, la afirmación de la tolerancia, de la democracia, de los derechos humanos, del ecumenismo y de tantas otras cuestiones sólo serán alcanzadas al precio de una presión persistente desde la base.

5. Resolver los problemas en el nivel local: en el Vaticano, se tapan a menudo las orejar frente a las demandas justificadas del episcopado, del presbiteriado y del laicado. Este es una razón para poner en práctica inteligentemente soluciones regionales y locales a los problemas que se plantean. Uno de ellos, particularmente sensible, es el del celibato, el cual justamente en el contexto de los escándalos de abusos sexuales ingresa naturalmente al orden del día por todos lados. Cambiar las cosas contra la voluntad de Roma aparece casi imposible. Sin embargo, no estamos condenados a la pasividad: un sacerdote que después de una madura reflexión piensa casarse no debería ipso facto ser reducido en su ministerio, sobre todo si su obispo y su parroquia están de su lado. Tal vez, algunas conferencias episcopales podrían tomar ellas mismas la delantera en las escalas regionales. Pero nada vale tanto como una solución global, por lo que:

6. Hay que exigir un concilio: así como hizo falta convocar un concilio para reformar la liturgia y promover la tolerancia, el ecumenismos y el diálogo interreligioso, asimismo el carácter actualmente urgen del problema de la reforma requiere otro más.

El concilio de Constanza, un siglo antes de la reforma, se había pronunciado favorable a una convocatoria quinquenal de concilios, lo que la Curia romana se ha esforzado por “cajonear”. Sin duda alguna, hoy haría también todo lo posible por impedir un nuevo concilio que podría tener por efecto limitar su poder. Entonces, es responsabilidad de los obispos imponer la reunión, o al menos la de una asamblea episcopal representativa.

Frente a la crisis que vive la Iglesia, ruego a los obispos que pongan en la balanza el peso de su autoridad episcopal reevaluada por el concilio. En esta situación abisal, los ojos del mundo están girados hacia ustedes. Un número inimaginable de personas ha perdido la confianza en la Iglesia católica. Solamente un abordaje abierto y franco de los problemas y de las reformas que implican puede restaurarla. Pido, con todo el respeto debido a los obispos, que contribuyan a esto, en la medida de lo posible en comunidad pero, si fuera necesario, también solos “con seguridad” (Hch 4, 29-31). De esta manera, dirigirán a los fieles un signo de esperanza y aliento, y a nuestra Iglesia, una perspectiva de salvación.

Traducción del alemán para Le Monde de Nicolas Weill, traducción libre del francés por Luis Claudio Celma. Publicado en Le Monde, París 17 de abril de 2010, edición digital. Disponible en: <http://www.lemonde.fr/opinions/article/2010/04/17/cinq-annees-pour-benoit-xvi-une-crise-de-confiance-historique-par-hans-kung_1335032_3232.html#xtor=EPR-32280229-%5BNL_Titresdujour%5D-20100417-%5Bzonea%5D> (parte 1) y en <http://www.lemonde.fr/opinions/article/2010/04/17/cinq-annees-pour-benoit-xvi-une-crise-de-confiance-historique-par-hans-kung_1335032_3232_1.html> (parte 2).